miércoles, 9 de octubre de 2013

Los libros de Hector

Un nuevo día comenzaba, Hector cerró las puertas de su casa y caminó tranquilamente por la arbolada cuadra donde hacía al menos treinta años que vivía, conocía cada rincón de esa cuadra como cada línea de la palma de su mano, y en horarios de primavera, disfrutaba de la sombra que brindaba el arco generado en lo alto del centro de la calle, por las copas de los árboles. Miraba al cielo tupido de hojas y se dejaba reflejar en sus lentes de marco grueso, los pocos rayos de luz que atravesaban por algunos huecos que las hojas dejaban.

Transitó sin sobresaltos por las diez cuadras de su adorado barrio, saludó vecinos en cada cuadra, algunos salían a pasear a sus perros, otros salían para su rutina deportiva de cada mañana, otras <<viejas del barrio>> como solía llamarlas Hector, baldeaban la vereda y sacudían alfombras golpeandolas con vehemencia contra los árboles

<<La mañana invita a disfrutar del día que se anuncia, soleado y con alta probabilidad de sonrisas.>> pensó mientras sacaba el gran manojo de llaves, destrancó el candado y levantó la cortina metálica enrollante que protegía su comercio de los <<amigos de lo ajeno>>.

Cada mañana que abría, entraba en su negocio, encendía las luces de los estantes, y dejaba su comercio pronto para que ingresara el primer cliente. Volvió a salir para sacar el cartel que tanto lo caracterizaba, escribió la frase del día y se paró frente al comercio, lo admiró con emoción, aquella librería le había llenado el alma y la vida, de historias ficticias y reales, de cuentos de amor y de amigos. Allí conoció a quien había sido su mujer, allí sus hijos comenzaron a entender la palabra “trabajo”, el dinero y el orden. “Los libros de Hector” era el comercio de toda su vida, era toda su vida, y más que preocuparse por hacer dinero, se preocupaba porque el sitio fuera uno de esos donde al cliente se lo considera un amigo.

Los clientes podían entrar, mirar cuantos libros quisieran, tomarse una pequeña taza de café y leer el libro recién comprado en un pequeño rincón de lectura que estuvo desde siempre, sin apuro alguno. Quien no tuviera el monto total del valor del libro, podía pagarlo en dos cuotas si era presentado por un cliente de la librería. Si tenían niños, podían dejarlos en el otro rincón de lectura infantil, donde había puesto hojas en blanco y muchos crayones, y ahora, eran observados por las novedosas cámaras de seguridad conectadas a una pequeña televisión sobre el mostrador donde estaba la caja. La televisión estaba de frente al público, de forma que los responsables de los menores pudieran tener una vista clara de lo que sucedía en aquel rincón.

En “Los libros de Hector” el cliente era realmente tratado como un amigo. Pero como en toda relación de amistad, se le exigían determinadas tonterías. Sus manos limpias al tocar los libros, y para ello había dispuesto alcohol en gel en cada cabecera de góndola, y no doblar las puntas de las hojas, para ello cada libro contaba con un marcapáginas. Encima de cada cabecera estaba el cartel donde indicaba las únicas dos reglas que Héctor pedía a cambio del trato servicial que brindaba.

Esa mañana, como todas las mañanas, luego de abrir el local, tomarse el café y limpiar el mostrador, tomó los libros del canasto de las ofertas, algunos tenían más de un año allí, sin que nadie siquiera los moviera del fondo. Comenzaba a hacer el inventario según lo que tenía anotado del día anterior, y hasta pensó en quitar algunos y ponerlos en el canasto de libros para intercambiar.

Entonces cuando pasaba la franela naranja sobre la tapa dura de “Hamlet” lo vió, tomó el libro y miró el lomo del lado de las hojas y distinguió al instante lo que tanto temía.
Cada diez o doce páginas, las puntas del libro estaban dobladas. Chasqueó la lengua y tomó aire, su rostro se entristeció, las arrugas de sus ojos se cansaron y cayeron al igual que la comisura de sus labios, como si ver las hojas de “Hamlet” dobladas le significara lo mismo que sufrir por amor. De hecho, Héctor sufría de la misma manera que un hombre sufre por una mujer, pero por los libros.

Instintivamente pasó las páginas dobladas y las desdobló, revisó todos los libros del canasto y no volvió a encontrar hojas con las puntas dobladas, hizo el inventario un poco triste, pensó en quien había sido aquel que hubiese dejado a Hamlet con las puntas dobladas, se contentó con la idea de que podría ser un cliente de una sola vez.

Sobre las once de la mañana llegó Juliana, empleada a la que Hector había contratado hacía algunos años atrás cuando aún ella era una adolescente, la joven estudiante de literatura se devoraba los libros entre cliente y cliente, pero respetaba las reglas, por lo que Hector omitió tratarla de sospechosa y simplemente le comentó el hecho al pasar, <<Nena, sabés que el libro Hamlet de los del canasto, apareció con las puntas de las hojas dobladas, y encima cada diez o doce páginas, ¿vos viste a alguien?>>
Juliana tomó un papel y le escribió <<No hubo nadie que yo recuerde haya revisado el canasto de esos libros en la última semana, no te preocupes Hector, quizás haya pasado hace mucho.>>

Hector hizo una seña de desaprobación con su mano mientras seguía el gesto con un <<bah!>>, sabía que había sucedido el día anterior, porque cada día al inicio de la jornada, se ponía a controlar que los libros estuviesen en buen estado, en especial los de oferta.

Miró a Juliana a los ojos y ella leyó en sus labios <<Por favor, mientras yo reviso cada libro que no esté de puntas dobladas, tu estate atenta de cada cliente>>.
Asintió con una sonrisa y se ubicó delante del mostrador esperando a los clientes, mientras extrañada miraba a Héctor que con nerviosismo revisaba aceleradamente cada libro, se acercó a los libros en oferta y eligió Hamlet para leer. Se sintió sorprendida por haber leído de todo un poco en su corta vida, pero nunca había reparado en Shakespeare.

Abrió Hamlet y comenzó a leerlo, en la hoja 20 se detuvo, ubicó un marcapáginas y cerró el libro para atender al primer cliente que ingresaba en el día. Eran las dos de la tarde y aún no había almorzado, pero pensó que atender al cliente antes que a su necesidad, era parte de lo que Hector le había inculcado en el trato a las personas.

Era un hombre de metro setenta, calvo y de avanzada edad, las arrugas de su cara denotaba algunos años más que los de Héctor, el hombre de gabardina negra se quedó parado en el medio de la librería, cuando Juliana se le acercó y con una sonrisa le indicó que estaba allí para atenderle. El hombre le habló aceleradamente, de todas maneras pudo entender lo que sus labios decían. Buscaba a Héctor y decía conocerlo de años atrás.

Héctor se acercó por detrás de una de las estanterías, Juliana vió que la cara de su jefe dejaba la preocupación y se adentraba en el terreno de la desesperanza, pudo leer <<¿Qué hacés vos acá?>>, los párpados del cliente se abrieron redondos y una mueca siniestra se dibujó en su boca enseguida que escuchó la voz de Héctor, se giró sobre sus pies y se puso a conversar con su jefe. El cliente hacía ademanes y Héctor comenzaba a llorar solicitando con las palmas de las manos en rezo, <<más tiempo, por favor, más tiempo>>.

Juliana supuso que su jefe estaría debiendo algún dinero y esta persona venía a cobrar, como su sordera solo le permitía sentir las vibraciones más bajas de la voz, se ayudaba por la lectura de los labios. En este caso solamente podía leer los labios de su jefe, quien además tenía una voz bastante aguda debido a la edad. El cliente parecía tener el mismo tono de voz y al estar dándole la espalda a Juliana, ocultaba todo lo que le comunicaba a Hector.

Luego de ver que su jefe caía de rodillas sobre la moquette de la librería, Juliana que hasta entonces había mantenido un rostro de pasividad e indiferencia, dejó caer el libro de Hamlet en el canasto, las hojas se terminaron de doblar desparejas, sin ningún otro propósito más que el de ser otro libro accidentado, se acercó a los dos hombres y tomó al cliente del brazo para increparle juntando las llemas de los dedos como un pico y sacando un sonido estomacal de impotencia. Rápidamente escribió en su libreta <<¿Qué está pasando?>>.
El cliente de ojos negros y brillantes respondió. <<Hector sabe que no tiene más tiempo>>.
Juliana aún sin comprender la situación volvió a arrancar una hoja de su libreta con más dudas <<¿Más tiempo para que? ¿debe dinero?>>.

El sombrío caballero miró a Héctor llorando en el suelo, sacudió la cabeza desaprobando la escena, tomó de los hombros con suavidad a Juliana y le habló:
<<Las hojas dobladas de Hamlet no son una casualidad señorita, la regla de no ensuciar los libros y no doblar las hojas tampoco. Hector sabe que a mi me gusta ensuciar y doblar las cosas, ya hemos tenido un encuentro bastante más cercano que lo que muchos pueden llegar a contar. El sabía, el día que viese hojas dobladas en un libro con su letra inicial en el título, yo estaría cerca. Hoy es ese día>>

 Juliana comenzó a temblar, sin saber quien era el hombre y temiendo preguntar lo inadecuado mordió su labio, tomó su lapicera y maldijo el hecho de no saber hablar, de su sordera y de que vinieran a molestar a Héctor en este día tan lindo. En un intento por salvar la situación le entregó otra hoja de su libreta al caballero sombrío con la frase que había escrito Héctor en la pizarra de la calle, <<La mañana invita a disfrutar del día que se anuncia, soleado y con alta probabilidad de sonrisas. ¿Puede venir mañana? Seguro Hector estará más tranquilo>>.

Héctor se levantó de su charco de lagrimas, sus ojos brillaban claros y enrojecidos por todo el llanto, leyó el papel que Juliana entregaba al caballero antes de que se lo diera y rió. La tomó de las mejillas y dió un abrazo lleno de amor.
La volvió a mirar a los ojos y le dijo <<Ya no hay nada que podamos hacer, ha llegado mi hora, y agradezco que me pueda despedir de ti>>.
Sin soltar las mejillas de Juliana, giró la vista para mirar al caballero sombrío <<Me debías esto, te llevaste a mis padres, a mi mujer, a mis hijos, y jamás, nunca jamás me pude despedir de ellos. Gracias>>

El caballero sombrío abrochó su saco, se puso la capucha y tomó a Héctor del brazo, cuando pasaba frente a Juliana que ahora lloraba desconsoladamente le dijo <<Yo siempre cumplo con mi trabajo, nos volveremos a ver>>.

1 comentario:

  1. Muy lindo cuento! Se me vino a la mente el papel de Nacha Guevara en el lado oscuro del corazón :)

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