Un nuevo día comenzaba, Hector
cerró las puertas de su casa y caminó tranquilamente por la arbolada cuadra
donde hacía al menos treinta años que vivía, conocía cada rincón de esa cuadra
como cada línea de la palma de su mano, y en horarios de primavera, disfrutaba
de la sombra que brindaba el arco generado en lo alto del centro de la calle,
por las copas de los árboles. Miraba al cielo tupido de hojas y se dejaba
reflejar en sus lentes de marco grueso, los pocos rayos de luz que atravesaban
por algunos huecos que las hojas dejaban.
Transitó sin sobresaltos por
las diez cuadras de su adorado barrio, saludó vecinos en cada cuadra, algunos
salían a pasear a sus perros, otros salían para su rutina deportiva de cada
mañana, otras <<viejas del barrio>> como solía llamarlas Hector,
baldeaban la vereda y sacudían alfombras golpeandolas con vehemencia contra los
árboles
<<La mañana invita a
disfrutar del día que se anuncia, soleado y con alta probabilidad de
sonrisas.>> pensó mientras sacaba el gran manojo de llaves, destrancó el
candado y levantó la cortina metálica enrollante que protegía su comercio de
los <<amigos de lo ajeno>>.
Cada mañana que abría, entraba
en su negocio, encendía las luces de los estantes, y dejaba su comercio pronto
para que ingresara el primer cliente. Volvió a salir para sacar el cartel que
tanto lo caracterizaba, escribió la frase del día y se paró frente al comercio,
lo admiró con emoción, aquella librería le había llenado el alma y la vida, de
historias ficticias y reales, de cuentos de amor y de amigos. Allí conoció a
quien había sido su mujer, allí sus hijos comenzaron a entender la palabra
“trabajo”, el dinero y el orden. “Los libros de Hector” era el comercio de toda
su vida, era toda su vida, y más que preocuparse por hacer dinero, se
preocupaba porque el sitio fuera uno de esos donde al cliente se lo considera
un amigo.
Los clientes podían entrar,
mirar cuantos libros quisieran, tomarse una pequeña taza de café y leer el
libro recién comprado en un pequeño rincón de lectura que estuvo desde siempre,
sin apuro alguno. Quien no tuviera el monto total del valor del libro, podía
pagarlo en dos cuotas si era presentado por un cliente de la librería. Si
tenían niños, podían dejarlos en el otro rincón de lectura infantil, donde
había puesto hojas en blanco y muchos crayones, y ahora, eran observados por
las novedosas cámaras de seguridad conectadas a una pequeña televisión sobre el
mostrador donde estaba la caja. La televisión estaba de frente al público, de
forma que los responsables de los menores pudieran tener una vista clara de lo
que sucedía en aquel rincón.
En “Los libros de Hector” el
cliente era realmente tratado como un amigo. Pero como en toda relación de
amistad, se le exigían determinadas tonterías. Sus manos limpias al tocar los
libros, y para ello había dispuesto alcohol en gel en cada cabecera de góndola,
y no doblar las puntas de las hojas, para ello cada libro contaba con un
marcapáginas. Encima de cada cabecera estaba el cartel donde indicaba las
únicas dos reglas que Héctor pedía a cambio del trato servicial que brindaba.
Esa mañana, como todas las
mañanas, luego de abrir el local, tomarse el café y limpiar el mostrador, tomó
los libros del canasto de las ofertas, algunos tenían más de un año allí, sin
que nadie siquiera los moviera del fondo. Comenzaba a hacer el inventario según
lo que tenía anotado del día anterior, y hasta pensó en quitar algunos y
ponerlos en el canasto de libros para intercambiar.
Entonces cuando pasaba la
franela naranja sobre la tapa dura de “Hamlet” lo vió, tomó el libro y miró el
lomo del lado de las hojas y distinguió al instante lo que tanto temía.
Cada diez o doce páginas, las
puntas del libro estaban dobladas. Chasqueó la lengua y tomó aire, su rostro se
entristeció, las arrugas de sus ojos se cansaron y cayeron al igual que la
comisura de sus labios, como si ver las hojas de “Hamlet” dobladas le
significara lo mismo que sufrir por amor. De hecho, Héctor sufría de la misma
manera que un hombre sufre por una mujer, pero por los libros.
Instintivamente pasó las
páginas dobladas y las desdobló, revisó todos los libros del canasto y no
volvió a encontrar hojas con las puntas dobladas, hizo el inventario un poco
triste, pensó en quien había sido aquel que hubiese dejado a Hamlet con las
puntas dobladas, se contentó con la idea de que podría ser un cliente de una
sola vez.
Sobre las once de la mañana
llegó Juliana, empleada a la que Hector había contratado hacía algunos años
atrás cuando aún ella era una adolescente, la joven estudiante de literatura se
devoraba los libros entre cliente y cliente, pero respetaba las reglas, por lo
que Hector omitió tratarla de sospechosa y simplemente le comentó el hecho al
pasar, <<Nena, sabés que el libro Hamlet de los del canasto, apareció con
las puntas de las hojas dobladas, y encima cada diez o doce páginas, ¿vos viste
a alguien?>>
Juliana tomó un papel y le
escribió <<No hubo nadie que yo recuerde haya revisado el canasto de esos
libros en la última semana, no te preocupes Hector, quizás haya pasado hace
mucho.>>
Hector hizo una seña de
desaprobación con su mano mientras seguía el gesto con un <<bah!>>,
sabía que había sucedido el día anterior, porque cada día al inicio de la
jornada, se ponía a controlar que los libros estuviesen en buen estado, en
especial los de oferta.
Miró a Juliana a los ojos y
ella leyó en sus labios <<Por favor, mientras yo reviso cada libro que no
esté de puntas dobladas, tu estate atenta de cada cliente>>.
Asintió con una sonrisa y se
ubicó delante del mostrador esperando a los clientes, mientras extrañada miraba
a Héctor que con nerviosismo revisaba aceleradamente cada libro, se acercó a
los libros en oferta y eligió Hamlet para leer. Se sintió sorprendida por haber
leído de todo un poco en su corta vida, pero nunca había reparado en
Shakespeare.
Abrió Hamlet y comenzó a
leerlo, en la hoja 20 se detuvo, ubicó un marcapáginas y cerró el libro para
atender al primer cliente que ingresaba en el día. Eran las dos de la tarde y
aún no había almorzado, pero pensó que atender al cliente antes que a su
necesidad, era parte de lo que Hector le había inculcado en el trato a las
personas.
Era un hombre de metro
setenta, calvo y de avanzada edad, las arrugas de su cara denotaba algunos años
más que los de Héctor, el hombre de gabardina negra se quedó parado en el medio
de la librería, cuando Juliana se le acercó y con una sonrisa le indicó que
estaba allí para atenderle. El hombre le habló aceleradamente, de todas maneras
pudo entender lo que sus labios decían. Buscaba a Héctor y decía conocerlo de
años atrás.
Héctor se acercó por detrás de
una de las estanterías, Juliana vió que la cara de su jefe dejaba la
preocupación y se adentraba en el terreno de la desesperanza, pudo leer
<<¿Qué hacés vos acá?>>, los párpados del cliente se abrieron
redondos y una mueca siniestra se dibujó en su boca enseguida que escuchó la
voz de Héctor, se giró sobre sus pies y se puso a conversar con su jefe. El
cliente hacía ademanes y Héctor comenzaba a llorar solicitando con las palmas
de las manos en rezo, <<más tiempo, por favor, más tiempo>>.
Juliana supuso que su jefe
estaría debiendo algún dinero y esta persona venía a cobrar, como su sordera
solo le permitía sentir las vibraciones más bajas de la voz, se ayudaba por la
lectura de los labios. En este caso solamente podía leer los labios de su jefe,
quien además tenía una voz bastante aguda debido a la edad. El cliente parecía
tener el mismo tono de voz y al estar dándole la espalda a Juliana, ocultaba
todo lo que le comunicaba a Hector.
Luego de ver que su jefe caía
de rodillas sobre la moquette de la librería, Juliana que hasta entonces había
mantenido un rostro de pasividad e indiferencia, dejó caer el libro de Hamlet
en el canasto, las hojas se terminaron de doblar desparejas, sin ningún otro
propósito más que el de ser otro libro accidentado, se acercó a los dos hombres
y tomó al cliente del brazo para increparle juntando las llemas de los dedos
como un pico y sacando un sonido estomacal de impotencia. Rápidamente escribió
en su libreta <<¿Qué está pasando?>>.
El cliente de ojos negros y
brillantes respondió. <<Hector sabe que no tiene más tiempo>>.
Juliana aún sin comprender la
situación volvió a arrancar una hoja de su libreta con más dudas <<¿Más
tiempo para que? ¿debe dinero?>>.
El sombrío caballero miró a
Héctor llorando en el suelo, sacudió la cabeza desaprobando la escena, tomó de
los hombros con suavidad a Juliana y le habló:
<<Las hojas dobladas de
Hamlet no son una casualidad señorita, la regla de no ensuciar los libros y no
doblar las hojas tampoco. Hector sabe que a mi me gusta ensuciar y doblar las
cosas, ya hemos tenido un encuentro bastante más cercano que lo que muchos
pueden llegar a contar. El sabía, el día que viese hojas dobladas en un libro
con su letra inicial en el título, yo estaría cerca. Hoy es ese día>>
Juliana comenzó a temblar, sin saber quien era
el hombre y temiendo preguntar lo inadecuado mordió su labio, tomó su lapicera
y maldijo el hecho de no saber hablar, de su sordera y de que vinieran a
molestar a Héctor en este día tan lindo. En un intento por salvar la situación
le entregó otra hoja de su libreta al caballero sombrío con la frase que había
escrito Héctor en la pizarra de la calle, <<La mañana invita a disfrutar
del día que se anuncia, soleado y con alta probabilidad de sonrisas. ¿Puede
venir mañana? Seguro Hector estará más tranquilo>>.
Héctor se levantó de su charco
de lagrimas, sus ojos brillaban claros y enrojecidos por todo el llanto, leyó
el papel que Juliana entregaba al caballero antes de que se lo diera y rió. La
tomó de las mejillas y dió un abrazo lleno de amor.
La volvió a mirar a los ojos y
le dijo <<Ya no hay nada que podamos hacer, ha llegado mi hora, y
agradezco que me pueda despedir de ti>>.
Sin soltar las mejillas de
Juliana, giró la vista para mirar al caballero sombrío <<Me debías esto,
te llevaste a mis padres, a mi mujer, a mis hijos, y jamás, nunca jamás me pude
despedir de ellos. Gracias>>
El caballero sombrío abrochó
su saco, se puso la capucha y tomó a Héctor del brazo, cuando pasaba frente a
Juliana que ahora lloraba desconsoladamente le dijo <<Yo siempre cumplo
con mi trabajo, nos volveremos a ver>>.